jueves, 12 de julio de 2007

El cambio climático en mi infancia

No contaría con más de 6 años de edad en aquel verano del que todos se quejaban del calor que freía las piedras, abrasaba los sembrados, los prados aparecían quemados y al caudal de las fuentes las ubres se le secaban. Los más ancianos del pueblo no recordaban un verano tan asfixiante, de una canícula de pavor.

El sol tan pronto asomaba la cresta por la montaña del pueblo, lo hacía vomitando fuego. Y no cesaba hasta que se desplomaba por las cumbres lejanas. Aun así el ambiente quedaba impregnado de una temperatura que te bañaba en sudor y el sueño huía como perseguido por una manada de lobos. A mi edad no comprendía cómo un disco, bastante más pequeño que la rueda de un carro, podía producir tal cantidad de fuego. Si el horno del pueblo para cocer el pan precisaba atiborrarse de leña, ¿cuánta no necesitaría el sol?, ¿y quién se la proporcionaba? Eran incógnitas que flotaban en mi mente atormentada.

En esos días llameantes, una noticia vino a mi ánimo apabullar. Se extendió la voz -como un reguero de pólvora- de que al día siguiente una ola de calor invadiría toda la región. La preocupación en los demás y la mía a punto de estallar, me hizo suponer que había llegado el fin del mundo. Nadie podría sobrevivir a ese infierno. Ni metiéndonos en el pilón de la fuente, a la sombra de su tejado, lograría resolver la desesperada situación ya que no cabríamos más de diez. Establecer turnos rígidos tampoco nos libraría del desastre.

Cuando el miedo me hacía temblar como ramas zarandeadas por el viento huracanado, siempre buscaba agarimo en el colo de mi madre. Ella calmaba mis temores con palabras dulces. En esta ocasión me estrechó en sus brazos y me dijo: “No temas mi rey, todo se arreglará”. En aquella noche de pesadilla el sueño salió volando.

El sol se levantó picando más que las ortigas. A media mañana aparecieron por la montaña unas pequeñas nubes blancas que se extendieron como manchas de aceite. Unas horas más tarde habían cubierto todo el espacio. Parecían enloquecidas. Y de pronto estalló una fenomenal tormenta de relámpagos, rayos y truenos. Las cataratas del cielo se abrieron y cayó agua como en el diluvio. Los caminos semejaban ríos de un caudal impetuoso; muchos quedaron troceados en pedazos. Las tierras se partieron por las torrenteras. El granizo se cebó en los viñedos y las hortalizas. Los daños fueron de gran magnitud, pero la ola de calor no nos tragó.

Aquellos días de un verano tan severo permanecen en mis recuerdos igual que si el tiempo se hubiera detenido para siempre.

Encolados

Los que vivimos durante la infancia en el medio rural, también nos gustaba jugar y divertirnos para dar rienda suelta al turbión de energía que amenazaba con desbordarse. Y jugábamos con lo que percibían nuestros sentidos, nuestra imaginación y la imitación que hacíamos de los hábitos y costumbres de los de más edad, sin olvidar las travesuras de los más ingeniosos y audaces. Sin embargo, no disponíamos del tiempo necesario para desfogar nuestras ansias y deseos de solazarse. No bien habías levantado un palmo del suelo, ya te arreaban para cooperar en los trabajos del campo, bien fuera para guardar ganados o para andar delante de la yunta de bueyes o de vacas cuando tiraban del carro cargado o del arado para labrar las tierras. A mí, hacer lo primero no me desagradaba del todo al poder conciliar la obligación con la devoción de jugar: hacía molinos, cestas de juncos, gorros de hojas de castaño, flautas… Ir delante de los bueyes me aburría soberanamente, mas, al no tener otro entretenimiento, echaba la mente a volar y surgían sueños imposibles como flores en primavera.

En los meses de verano, después de comer, todo el mundo dormía la siesta para dar un respiro a los cuerpos fatigados por las palizas camperas o para evitar los maltratos de las ardientes garras del emperador del firmamento. Los rapaces, siempre reacios a cerrar las pestañas por imposición, salíamos sigilosamente de las casas y nos reuníamos a la sombra de castaños para urdir una y mil travesuras. En una ocasión vimos cómo varios perros andaban encelados detrás de una perra -la muy condenada se dejaba querer por todos-, aunque los más pequeños y flacuchos no se atrevían a invadir el territorio de los más gallitos, y merodeaban por los alrededores por si podían recoger alguna migaja sabrosa. Después del largo preludio amoroso, acabó apareándose con el más postinero. El resto abandonó el campo de batalla con el rabo entre las patas. Nosotros, los muy tunantes, no perdíamos detalle entre chanzas y risotadas. Mientras tanto a uno se le ocurrió cambiar la posición del perro, siguiendo encolados mirando uno hacia el este y el otro hacia el oeste. En esa situación, no tan placentera, los azuzábamos, ora para acá, ora para allá. Y en ésa estaríamos toda la tarde si no fuera por una mujer que al ver el espectáculo, nos afeó la gamberrada. Trajo una cántara de agua y la volcó encima de los enamorados. Remedio de santo, de inmediato se liberaron. Para entonces todos sabíamos que la cigüeña no venía de París.

lunes, 9 de julio de 2007

Noches de Ronda


En mi mente se agolpan recuerdos el evocar escenas de mi niñez, cuando en aquellas noches inmensas de invierno el viento ululaba en las ramas desnudas de los árboles o gemía en las rendijas de puertas y tejados, la lluvia azotaba con saña los cristales de las ventanas, del techo del cielo caían copos de nieve hasta formar un extenso manto y la luna encendía sus farolas para iluminar el espacio infinito. En momentos así, el sueño se interrumpía por los cantores de la noche, que salían de ronda hasta agotar su amplio repertorio. En medio de la noche, al calor de las gruesas mantas, era una delicia escuchar las melodías destinadas a las chicas en edad de romper corazones o de causar admiraciones, aunque la prioridad se decantaba hacia aquellas que ya gozaban de un noviazgo declarado o en trance de confirmarse. Después, ante la sinfonía que se iba alejando y los elementos invernales en todo su esplendor, los párpados echaban el cierre para dar rienda suelta al dulce y placentero sueño.

Todavía me resuenan algunos estribillos de aquellos cantos imperdurables: "Despierta mi bien despierta, mira que ya amaneció, ya los pajarillos cantan, la luna ya se metió", "adiós con el corazón, que con el alma no puedo, al despedirme de ti, al despedirme me muero" o "estudié para ladrón y conseguí la carrera, el primer robo que hice fueron tus ojos morena". Yo en aquel tiempo deseaba estudiar para ladrón. Me chinchaba también que no hubiera ninguna serenata para mi hermana mayor, y ese enigma me lo aclaró mi madre al explicarme que las canciones se las dedicaban a las chicas de más edad.

Los de la coral -todos mozos- afinaban la voz y espantaban el frío con el buen caldo de las bodegas, y así también se animaban los más tímidos. Entonaban como ruiseñores y todas las partituras las sacaban a flote, bien fueran rancheras, boleros, pasodobles, gallegas, originales o inventadas. Los más atrevidos hasta recitaban poemas a sus amadas, haciéndoles llegar sus ilusiones, sus penas y sus hondas sensaciones. En definitiva, todos ponían el alma, además de la voz, en las canciones seleccionadas.

A aquellos jóvenes siguieron otros jóvenes, y todos continuaron cultivando tan agradable como ancestral costumbre, pero hace ya muchos años que todas las voces enmudecieron para siempre. En mi pueblo ni quedan mozos ni hay chicas a las que rondar. Es una lástima que los tiempos de modernidad hayan arrumbado tradiciones legendarias. Ante la lejanía de épocas pretéritas vaya mi recuerdo imperecedero para aquellas noches de ronda.

jueves, 3 de mayo de 2007

LAS CAMPANAS YA NO DOBLAN


Recuerdo la profunda impresión que me causaba en mi infancia la torre de la iglesia de mi pueblo. Comparándola con las casas más altas me parecía que se elevaba hasta las mismas ventanas del cielo. Tenía la solidez de una roca, y nunca la vencieron los más furibundos elementos atmosféricos. Pero, sobre todo, lo que de verdad me conturbaba era la sinfonía de las campanas en la procesión de la misa de la fiesta del pueblo; dos campanas que hacían por doscientas al ser acariciadas por las manos de los expertos campaneros, que rítmicamente volteaban la mayor con su inimitable tan-tan, tan-tan, tan-tan y la pequeña se empeñaba en expandir su talán, talán, talán, resonando armoniosamente en muchas leguas a la redonda.


La gente del pueblo... ¡Le debía tanto a sus campanas! Nadie podría vivir sin ellas. Eran el medio más eficaz de comunicación de aquella época, en la que apenas había relojes ni aparatos de radio, y si algún periódico llegaba hasta allí, lo hacía con tres días de retraso. Las campanas de mi pueblo nos hermanaban a todos: en las alegrías, en los trabajos, en los peligros, en el desconsuelo. Y para transmitir todos esos sentimientos siempre disponían de la melodía más atinada. No olvido cuando recibían a los segadores que regresaban de Castilla, después de más de un mes de una vida de perros, y los pequeños nos llenábamos de una gran alegría al recibir los ansiados trocitos de pan blanco -lo escatimaban de su ración diaria- que nos sabía a roscón celestial acostumbrados como estábamos al pan negro, de centeno, que tampoco abundaba. Las campanas llamaban a concello para rehacer caminos arrasados por las turbulentas tormentas del verano o para retirar la nieve que taponaba las puertas de las casas y de las cuadras. Los aldabonazos para sofocar incendios u otros peligros sonaban a rebato, y de esta manera si alguien se encontraba laborando en el campo, de inmediato salía a la carrera para echar una mano. Muy de niño, mi madre me contó: "Hijo, el abuelito se fue al cielo". Entonces no entendía cómo para ir al cielo se podía despedir a uno con tanto lamento y con tañidos tan lastimeros.

Hace ya mucho tiempo que por oleadas nos fuimos marchando del pueblo en busca de horizontes más atrayentes. Otros se agarraron a sus raíces hasta el último aliento. Hoy, de aquel pueblo tan fraternal, tan solidario, sólo quedan unos pocos vecinos con muchos achaques. En los caminos campan los silvarales, en los montes ya no quedan pinos por incendiar. Los magos de las campanas fueron también desapareciendo. Ya nadie las campanea como antaño; mas ellas continúan impertérritas en el tiempo, saludando al viento, a la lluvia, al sol y a las estrellas, y guardan con celo maternal su magia, su esencia y su encanto. Y siguen esperando a que una mano amorosa las vaya a doblar.

miércoles, 28 de marzo de 2007

MIS RECUERDOS DEL TREN


De niño, desde la casa de mis padres situada en la montaña, veía al tren circular por entre los viñedos del valle hasta perderse en la lejanía, en las paredes del cielo.
No comprendía cómo aquel carro gigantesco podía alcanzar tanta velocidad si para tirar de los pequeños carros, que había en el pueblo, les costaba aguijonazos, resoplidos y sudores a los bueyes y vacas. Tampoco entendía cómo la chimenea de la máquina echaba aquellas nubes de humo. Gastaría más leña que todas las cocinas juntas; años más tarde supe que su estómago consumía carbón por toneladas.
Me embelesaba verlo aparecer y al poco desaparecer, aunque siempre volvía con sus ronquidos y silbidos. Por la noche soñaba con él y por el día pasaba horas jugando con el que me fabricaba con piedras; las colocaba en fila india y las movía mientras no dejaba de repetir chacachá - chacacha – chacachá, seguido de los pitidos en los pasos a nivel.
Por aquel entonces no disponía de otros juguetes para satisfacer mi curiosidad infantil. Por mucho que se los pidiese a los Reyes Magos, éstos no se acercaban al pueblo por impedírselo las nevadas que borraban los caminos, según me contaban mis padres.
Cuando por primera vez pude viajar en él, mis ojos chispearon de una inmensa alegría y mi corazón parecía salirse del pecho por las intensas emociones de aquellos momentos de ensueño. Nunca podré olvidar la sensación que tuve al comprobar cómo las casas y los campos se alejaban velozmente y nuevos horizontes se abrían ante mi espíritu asombrado. Ese viaje fue como un suspiro, y desee no acabarlo jamás. Afortunadamente para mí vinieron otros de mayor recorrido, y siempre me sentaba al lado de la ventanilla o permanecía en el pasillo para fascinarme del intrépido tren que traspasaba montañas, serpenteaba el curso de ríos. Cruzaba valles angostos y verdes campiñas, desafiando nieblas, lluvia, nieves y calores de mareo.
Los años pasaron, el tren creció, y yo me hice mayor. Ahora, en la frontera del AVE, en la era supersónica, apenas viajo en tren; pero al que se detenía en todas las estaciones y apeaderos o resoplaba a todo pulmón para subir una pendiente, le debo el haber sido el guía que me condujo a escenarios más risueños, a mundos que nunca hubiera descubierto, así como adquirir hábitos y modales antes ignorados; también fue mensajero de noticias, de proyectos, de ilusiones y de sueños; tal vez de alguna decepción olvidada hace mucho tiempo. A ese tren, de épocas heroicas, le debo, asimismo, mi gratitud imperecedera por ser parte de mis fantasías y juegos de infancia. Y permanecerá para siempre en el archivo de mis sentimientos.