jueves, 12 de julio de 2007

Encolados

Los que vivimos durante la infancia en el medio rural, también nos gustaba jugar y divertirnos para dar rienda suelta al turbión de energía que amenazaba con desbordarse. Y jugábamos con lo que percibían nuestros sentidos, nuestra imaginación y la imitación que hacíamos de los hábitos y costumbres de los de más edad, sin olvidar las travesuras de los más ingeniosos y audaces. Sin embargo, no disponíamos del tiempo necesario para desfogar nuestras ansias y deseos de solazarse. No bien habías levantado un palmo del suelo, ya te arreaban para cooperar en los trabajos del campo, bien fuera para guardar ganados o para andar delante de la yunta de bueyes o de vacas cuando tiraban del carro cargado o del arado para labrar las tierras. A mí, hacer lo primero no me desagradaba del todo al poder conciliar la obligación con la devoción de jugar: hacía molinos, cestas de juncos, gorros de hojas de castaño, flautas… Ir delante de los bueyes me aburría soberanamente, mas, al no tener otro entretenimiento, echaba la mente a volar y surgían sueños imposibles como flores en primavera.

En los meses de verano, después de comer, todo el mundo dormía la siesta para dar un respiro a los cuerpos fatigados por las palizas camperas o para evitar los maltratos de las ardientes garras del emperador del firmamento. Los rapaces, siempre reacios a cerrar las pestañas por imposición, salíamos sigilosamente de las casas y nos reuníamos a la sombra de castaños para urdir una y mil travesuras. En una ocasión vimos cómo varios perros andaban encelados detrás de una perra -la muy condenada se dejaba querer por todos-, aunque los más pequeños y flacuchos no se atrevían a invadir el territorio de los más gallitos, y merodeaban por los alrededores por si podían recoger alguna migaja sabrosa. Después del largo preludio amoroso, acabó apareándose con el más postinero. El resto abandonó el campo de batalla con el rabo entre las patas. Nosotros, los muy tunantes, no perdíamos detalle entre chanzas y risotadas. Mientras tanto a uno se le ocurrió cambiar la posición del perro, siguiendo encolados mirando uno hacia el este y el otro hacia el oeste. En esa situación, no tan placentera, los azuzábamos, ora para acá, ora para allá. Y en ésa estaríamos toda la tarde si no fuera por una mujer que al ver el espectáculo, nos afeó la gamberrada. Trajo una cántara de agua y la volcó encima de los enamorados. Remedio de santo, de inmediato se liberaron. Para entonces todos sabíamos que la cigüeña no venía de París.

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